Las máscaras de luchadores mexicanos son un símbolo icónico de la cultura popular en el país, representando tanto la identidad como el misticismo de los luchadores. Para muchos de ellos, la máscara es sagrada y perderla en el ring se considera una gran vergüenza, sin embargo, es importante conocer la historia de este hecho y preguntarse desde cuando inició esta costumbre en México.
La tradición comenzó en 1933, cuando Salvador Lutteroth, fundador de la Empresa Mexicana de Lucha Libre, se inspiró en un luchador estadounidense llamado Corbin James Massey, quien debutó en México como Ciclón MacKey. En 1934, Massey regresó a México decidido a ocultar su identidad, lo que llevó a la creación de la primera máscara en la lucha libre mexicana, diseñada por el artesano Don Antonio Torres.
Esta máscara, aunque incómoda, sentó las bases para una tradición que ha perdurado en el tiempo. Massey, bajo el nombre de «La Maravilla Enmascarada», se convirtió en el primer luchador en utilizar una máscara en el pancracio mexicano.
El primer luchador mexicano en adoptar esta tradición fue Murciélago Velázquez, quien luchó con una tapa completamente negra en 1938. Su desenmascaramiento en un combate de apuestas marcó un hito en la lucha libre, consolidando la importancia de la máscara como elemento central de la identidad del luchador.
Aunque la popularidad de las máscaras comenzó en los años 30, fue en la década de 1950 cuando luchadores como El Santo y Blue Demon elevaron su uso a un nivel icónico, convirtiéndose en figuras culturales que aparecieron en películas y cómics. El Santo, en particular, alcanzó un estatus casi heroico, con su máscara plateada reconocida internacionalmente.
Con el tiempo, las máscaras han evolucionado en diseño y materiales, pasando de simples textiles a opciones más elaboradas como lycra y vinilo. Cada máscara es diseñada para reflejar la personalidad del luchador, sirviendo también como un medio para proteger su vida privada y mantener un aire de misterio.
