Este lunes partió de Tapachula la enésima caravana de migrantes de múltiples nacionalidades, motivados por la impotencia de esperar de 3 a 6 meses a que las autoridades mexicanas les otorguen un salvoconducto (que al final no se entrega a todas ellas) para transitar libremente por el país hasta alcanzar la frontera norte. La marcha está conformada por unas 7 mil personas, de las que 3 mil son mujeres y menores de edad.
Como en casos anteriores, los migrantes de Centro, Sudamérica y el Caribe, y en menor medida África y Asia, se dirigen a la Ciudad de México antes de continuar su periplo hacia la franja fronteriza estadunidense. La derogación, el pasado 11 de mayo de la normativa migratoria conocida como Título 42 (devolución inmediata por razones de salud pública) y la reactivación un día después del Título 8 que endurece las sanciones a quienes ingresen de forma indocumentada al vecino país, se han revelado como medidas que no disuaden ni contienen las caravanas.
Es más poderosa la voluntad de alcanzar una nueva vida que quedarse en sus lugares de origen y ser presas del crimen organizado, el narcotráfico y la persistente pobreza. La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza reportó que, entre octubre y septiembre de este año, el número total de migrantes detenidos en la línea divisoria con México fue de 2.3 millones, que al cierre del año superará la cifra de todo el 2022 que fue de 3 millones. Las seis nacionalidades con mayor número de aseguramientos fueron de México, Venezuela, Honduras, Haití, Colombia y Cuba.
Las cifras de detenciones en la frontera norte se mantienen inalterables, solo cambia la nacionalidad de las personas indocumentadas: en los últimos tres años Venezuela se ha convertido en una potencia expulsora de población. Los nacionales de aquella nación que deben viajar cinco mil kilómetros hasta la frontera estadunidense, han desbordado los albergues de asociaciones civiles, los centros de detención de la Patrulla Fronteriza y las solicitudes de asilo.
La ola migratoria no cesa, al contrario. La tupida selva de Darién que separa Colombia de Panamá que antes era un trayecto insondable, se ha vuelto una ruta concurrida para cientos de familias que la cruzan diariamente; por su parte los países centroamericanos han eliminado cualquier tipo de restricción al andar de los migrantes.
La crisis migratoria es cada vez más profunda e irresoluble; se banaliza y desprecia su complejidad y dimensiones. Ningún país de origen, tránsito o destino ha sido capaz ni en lo individual ni en conjunto de hallar alternativas de solución eficaces, viables, creíbles, oportunas y factibles para enfrentar el drama; solo se administra el fenómeno y se ofrecen paliativos temporales. Esa tónica no es reciente pero lo verdaderamente grave es que al paso de los años ningún gobierno asume su responsabilidad aun cuando es compartida.
La realidad es contundente e inequívoca: las condiciones de vida han empeorado significativamente para millones de personas en América Latina los últimos treinta años. Las recetas económicas, sean autogestionadas o impuestas por los organismos financieros multilaterales, no han logrado abatir los indicadores de marginación, exclusión y falta de empleo para esos miles para quienes simplemente no existe un futuro.