El estornudo, un acto aparentemente simple, es en realidad un fenómeno fisiológico complejo que involucra más de ocho músculos diferentes. Desde la Antigua Grecia hasta la introducción del cristianismo, diversas culturas han atribuido significados y expresiones a este acto, desde la expulsión de malos espíritus hasta considerarlo un presagio de la muerte.
Este mecanismo de defensa, que tiene como objetivo eliminar agentes irritantes o gérmenes, ha evolucionado a lo largo de la historia, y sus interpretaciones culturales han variado. La tradición hebrea vincula el primer estornudo de Adán al momento en que Eva le ofreció la manzana, interpretándolo como un signo del mal y la muerte.
En la actualidad, aguantarse las ganas de estornudar puede ser perjudicial, ya que la concentración de presión puede provocar dolores de cabeza, inflamación, hemorragias o mareos. Los expertos advierten que, en casos excepcionales, contener un estornudo puede desencadenar consecuencias graves, como neumomediastino, desgarros en el esófago o perforación de la membrana timpánica.
El acto de estornudar en sí mismo no está exento de riesgos, como demostró un caso en 2016 en el que un estudiante sufrió un accidente cerebrovascular al romperse un aneurisma durante un estornudo. Además, se ha destacado que el aire de un estornudo puede alcanzar los 70 kilómetros por hora, propulsando gotitas de saliva hasta ocho metros, lo que lleva a recomendaciones sanitarias de cubrirse la boca y la nariz.
Por último, una curiosidad notable es el caso de Donna Griffiths, registrada en el Libro Guinness de los Récords por estornudar durante 978 días consecutivos, superando el millón de estornudos.
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