Entre los siglos XV y principios del XVI, los aztecas montaron un imperio con una cultura de gran riqueza filosófica en lo que hoy es el centro y sur de México.
Lynn Sebastian Purcell, profesor asociado de filosofía en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY) en Cortland, EE.UU., ha investigado extensamente la filosofía y ética antiguas, en particular las de América Latina y los aztecas.
«Encuentro fascinante que los nahuas (aztecas) fueran otra cultura pre moderna con una ética de las virtudes, aunque bastante diferente a la de Aristóteles y Confucio», contó en una entrevista de 2017.
El famoso Códice Florentino, una recopilación de conocimientos de los aztecas realizada por el misionero franciscano español Bernardino de Sahagún, reproduce el discurso de un rey antes de asumir su puesto.
Allí habla de cómo vive un hombre «venerado»: es «defensor y sustentador», dice, «como el árbol de ciprés, en el cual las personas se refugian».
Pero ese mismo hombre también «llora y se aflige». El rey entonces se pregunta: «¿Hay alguien que no desee la felicidad?».
El texto, según Purcell, muestra una de las mayores diferencias entre la filosofía de la antigua Grecia y la del imperio azteca.
«Los aztecas no creían que hubiese ningún vínculo conceptual entre llevar la mejor vida que podamos, por un lado, y experimentar placer o ‘felicidad’ por el otro», escribió.
Es decir, para ellos tener una buena vida y ser feliz no estaban asociados, algo que puede resultar extraño dada la tradición filosófica de Occidente.
En un artículo premiado por la APA como mejor ensayo sobre América Latina de 2016, Purcell explicó que esta disociación tiene su raíz en un problema existencial descrito por los filósofos o tlamatinime.
Existe un refrán azteca que resume este problema y que podría traducirse como «resbaladiza, escurridiza es la tierra».
«Lo que querían decir es que, a pesar de tener las mejores intenciones, nuestra vida en la tierra es una en la que las personas son propensas al error, propensas al fracaso en sus objetivos y propensas a ‘caer’, como si estuvieran en el barro», detalló Purcell.
Los aztecas creían que por más bueno, talentoso o inteligente que fueras, podrían pasarte cosas malas. O incluso podrías equivocarte, resbalarte y caer.
Por eso, antes que buscar deliberadamente una felicidad que, en el mejor de los casos, sería pasajera y azarosa, el objetivo para los aztecas era llevar una vida digna de ser vivida.
Para definir lo que es una vida que valga la pena ser vivida, los aztecas usaban la palabra neltiliztli, que puede traducirse como «arraigada» o «enraizada».
Esta vida arraigada podía alcanzarse en cuatro niveles.
El primer nivel «comienza con el propio cuerpo, algo que a menudo se pasa por alto en la tradición europea, preocupada por la razón y la mente». Para ello, los aztecas tenían un régimen de ejercicios diarios sorprendentemente similar al yoga.
El segundo nivel implica enraizarse con la psiquis propia, un concepto que igual no abarcaba solo la mente, sino también los sentimientos.
En tercer lugar, estaba la comunidad, algo de crucial importancia para los aztecas. Una vida digna de ser vivida no era posible sin lazos familiares, amigos y vecinos, esos que te ayudarán a levantarte tras las inevitables caídas en la tierra resbaladiza.
Y por último estaba el arraigo a teotl, una deidad que no era otra cosa más que la naturaleza.
Estefanía López Paulín
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