Es un hecho que mientras más tratamos de alejarnos de la política tan deprimente, más necesaria se vuelve la atención y participación ciudadana. Miren, es por nosotros mismos.
Las familias crecen y se van notando cada vez más jóvenes: los viejos se nos van antes, pero resultan más numerosos los bebés que llegan. Igual, hay personas que dejan el país, aunque aún en cantidades que son superadas por las de quienes llegan y se suman. Todo eso distrae un poco de las broncas cotidianas o de fondo, además de que nos confirma una nación viva en cuanto a su población a pesar de que no tenga el ritmo de crecimiento económico que sería aconsejable para generar empleos y disminuir la enorme pobreza.
En estas primeras décadas del siglo XXI, ‘el hoy’ ha dominado lógicamente las preocupaciones de la mayoría de la gente, si bien a principios de milenio algunos discutían qué tipo de país deberíamos ser en el marco de nuestra naciente democracia, con todo y que ya se veía abrumada y obstaculizada por tantas desigualdades, en paralelo al creciente lastre de la corrupción y la impunidad. Tras las decepciones de los tres sexenios entre el 2000 y el 2018 respecto a la necesidad de cambios y el combate más eficaz contra la costosa deshonestidad, brotó una nueva esperanza de mejora en un futuro más o menos inmediato.
Sin embargo, oigan, la evidente ausencia de resultados positivos e incluso el apabullante alud de retrocesos, han dado lugar al mayor desencanto que se haya vivido a lo largo de muchos años en estas tierras, aunque hoy un gobierno desesperado trate de esconder todo ello con torrentes de audaz demagogia y propaganda muy forzada. Ha surgido aquí una crisis de credibilidad que, en forma gradual, se va resolviendo a favor de la cruda realidad frente a la mentira oficial: digamos, no es posible ocultar de manera indefinida el aumento en la pobreza, la caída del nivel general de vida, la inflación, el estancamiento del ingreso, la inseguridad, el deterioro de los servicios de salud…
Es así que se piensa de nuevo en torno al futuro: más que nada, sobre las decisiones que en 2023 y 2024 puedan acortar o prolongar el empeoramiento general que ya afecta a la sociedad. El dilema no es ideológico como lo quieren ver algunos, ni se trata de volver a un pasado sombrío en lugar del hoy o un mejor mañana. La solución a esta disyuntiva está, salvo alguna opinión sin pruebas, en lo que va a funcionar en los hechos y que nos acerque a los países más exitosos en sus respectivos procesos de modernización y soporte de su calidad de vida.
También vienen mucho al caso las aspiraciones cada día mayores y mejor informadas de la población, sin ningún conformismo con la mediocridad o la pobreza ni ante pretensiones autoritarias o dictatoriales. Esto implica una Educación de calidad y eficacia (no imbecilidades) para elevar el nivel de vida, con atención a la competitividad y productividad a fin de crecer y lograr un verdadero bienestar (con todo respeto a esta palabra). No es cuestión de odiar o amar a un personaje de la política ni de escoger entre religiones dogmáticas y demagógicas, sino de comprobar qué funciona y qué no… como se ha visto en China y otras sociedades que han logrado reducir la pobreza.
Hay suficiente evidencia y experiencia en todo esto, por lo que no tendría caso engañarse con fantasías o simulaciones. Tampoco es cosa de aparentar aquí recomendaciones “sabias”, sino sólo compartir con humildad algunas conclusiones acertadas.
Claro, un gran país avanza a partir de decisiones democráticas e institucionales. No de los caprichos o preferencias personales de algún caudillo en su ruindad o de sus muy atentos seguidores, por más popular que se considere.
En tu opinión, amable lector, lectora, qué habrá de suceder este año en la Suprema Corte, el Senado (INE) y las dos elecciones estatales que se llevarán a cabo, como preámbulo de lo que veremos en 2024… con o sin una elección presidencial.
@cpgarcieral