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El imperio de la intolerancia política, ni Chairo ni Fifí

Vicente Fox desperdició un voto democrático perfecto. Pudo haber sentado las bases de un cambio institucional y prefirió apegarse a su insondable torpeza y falta de capacidad. Hoy es recordado como un lenguaraz sin talento que sirve para abrir la boca cuando más inoportuno es y así le ha ido con la severidad de la justicia ciudadana, ésa que vitupera al calor del celular y de las redes sociales.

Como todos los últimos presidentes, tuvo su primer gran fracaso con su estrategia de resolver el conflicto de Chiapas en 15 minutos. Se acabó su sexenio y el conflicto siguió.

En la severidad social se le dice “ignorante”, “parásito”, “tonto” y más calificativos que nuestro dotado lenguaje intolerante nos permite. En el horizonte vio la figura del López Obrador en el futuro y lo desaforó, en un evidente símbolo de intolerancia política.

Felipe Calderón no era ningún iletrado como su antecesor, muy inteligente y se puede decir culto. Pudo haber sido un buen presidente si no hubiera tenido dos factores que terminaron por sepultarlo: uno, un congreso que le jugó a las vencidas y que no le permitió políticas de mayor alcance; y dos, a fin de tratar de dar un golpe mediático en el arranque de administración, le declaró la guerra a los narcotraficantes, sin medir consecuencias y tener análisis a fondo de un problema multifactorial e histórico, que le hubiese dado escenarios, datos, estadísticas y números muy distintos.

En la severidad social se le dice “asesino”, “maldito”, “fecal”, “borracho” y más calificativos que nuestro dotado lenguaje intolerante nos permite. En el horizonte vio la figura de López Obrador y con intolerancia política creó todo un sistema de denostación propagandística para hacerlo un vividor, un loco y un “peligro para México”.

Enrique Peña Nieto fue creado por un sistema de símbolos y propaganda; al ser un producto de imagen y representar a la corriente priista más añeja y lesiva de México, su futuro era de esperarse que sería desastroso.

Sí a eso, además se adicionan dosis de cultura nula, ignorancia personal y familiar, torpeza institucional, muy bajo talante democrático y un clan político que venía a recuperar lo robado en 12 años, pum. La mezcla era perfecta para la inmoralidad y corrupción política denodada. El problema es que volvieron a ser los “maestros de la corrupción”. Hoy ya no nos sorprende ver tanta corrupción como hormiga mantequera existe en el jardín.

Aun así, en el arranque de su sexenio logró unificar y convencer a las fuerzas políticas que hicieron un esfuerzo de un pacto político llamado Pacto por México; estaban sentadas –al menos de inicio- condiciones que Felipe Calderón no tuvo para dar un salto. Pero una vez más el arraigado gen de la corrupción de quienes representaba tenía que imponerse. En todas las reformas de ley y los fondos federales, los grupos encontraron forma de amasar grandes negocios y el pacto por México hoy patéticamente bien se puede llamar Pacto por el PRI.

En la severidad social se le dice “pendejo”, “estúpido”, “corrupto”, las mujeres le dicen “bombón” y otros calificativos que nuestro dotado lenguaje de intolerancia y mordacidad mexicana nos permite. En el horizonte vio la figura de López Obrador como una gran nube negra de inminente tormenta y tuvo la precaución de no ceder a la intolerancia política, no incendiar México, atemperar a los suyos y tratar de pactar lo más posible, blindarse ante una inminente máquina de poder social y político.

Al menos, esas últimas tres últimas administraciones fueron la mezcla perfecta para que en la sociedad mexicana se diera una mezcla adosada de hartazgo social, de explosión personal, familiar y comunitaria, pero también de intolerancia, clasismo, discriminación y revanchismo político.

López Obrador llegó con unos números insospechados de poder político y legitimación electoral; poder que no era acompañado por el sector económico más alto y beneficiado del país, sino por la población mayoritaria en México: la clase baja, la clase marginada, la clase media castigada por la corrupción, la clase económicamente activa castigada por los impuestos lacerantes.

Apenas arranca un gobierno basado en el argumento propio, en la evocación de los valores humanos, una transformación -le llama-, del sistema político basado en el sistema moral. Muchos vimos en él una forma de vengarnos del abuso histórico de la corrupción, del beneficio a ultranza de unos pocos del sistema económico del país.

Fieles a nuestro estilo, la gente que sobretodo está en la línea media del bienestar (los más afectados por la corrupción y por los gravosos impuestos), ha impuesto un sistema de intolerancia y discriminación política, ésa que no permite reflexión y análisis, que es insondable e inamovible, que no hace ver más que nuestros miedos y fobias a lo desconocido. La gran mayoría –increíblemente- pareciera hacer ver que cualquier sistema político anterior es mejor. No es que este lo sea o no, no existen parámetros aún para medirlo.

“Loco”, “viejo”, “decrépito”, “comunista”, le llaman en este nuevo lenguaje de intolerancia que no es sino el mismo que los anteriores. Apenas empieza y será el mismo para ellos todo el sexenio, no hay cambio ni renovación moral ni política, hay insensatez y locura.

Yo no sé ustedes, pero yo me iría midiéndolo paso a paso, cuestionando retrocesos como la política de medio ambiente y la política de salud, manteniéndome crítico ante la política de seguridad, pero aplaudiendo la lucha contra la corrupción en todos los sentidos, finalmente esta es una vertiente en la que todo el sistema confluye, ¿o no?. Ni Chairo ni Fifí.

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