En pleno Siglo XIX, conforme comenzaban a consolidarse los avances de la medicina y la gente (ni los especialistas de la Salud) no lograban comprender la presencia de seres microscópicos como los gérmenes, los virus o las bacterias, cuando los hospitales no eran más que suciedad, mal olor y pestilencia, hubo un hombre de ciencia que intentó promover la higiene entre sus compañeros médicos, su nombre: Ignaz Philipp Semmelweis.
El médico, que muchas veces se topó con enfermos revolcándose en la inmundicia de sábanas llenas de hongos y espacios fétidos, al igual que sus compañeros de la medicina (que parecían más carniceros que doctores), comenzó a promover la higiene personal entre el gremio y los pacientes, sin embargo, la medida no fue muy bien recibida y le merecieron importantes críticas.
Semmelweis detectó que un importante número de mujeres en labor de parto adquirían infecciones importantes debido a que quienes las atendían no cumplían con la menor medida de higiene, en ese sentido, implementó un rudimentario sistema de lavado de manos con el que se logró disminuir la tasa de mortalidad de mujeres, sin embargo, sus detractores hicieron hasta lo imposible para que la hipótesis se desechara, negándole incluso la posibilidad de que el Hospital de Viena, donde trabajaba, le renovara su contrato.
Tras esta derrota, Semmelweis regresó a Hungría donde tuvo cargos menores, con el caso del tiempo su estabilidad emocional se fue deteriorando, cayó en depresión y sufrió grandes descompensaciones; todas sus pláticas terminaban en las pruebas que hizo con las mujeres embarazadas y los logros obtenidos en este sentido hasta que un día, uno de sus amigos, lo invitó a una clínica psiquiátrica asegurando que tratarían cuestiones médicas, sin embargo, ya estando ahí, los guardias lo golpearon y le pusieron una camisa de fuerza; nunca salió de ahí.
Ignaz Philipp Semmelweis es considerado el padre del lavado de manos, actividad fundamental en estos tiempos.
