Bajo el sol implacable de San Luis Potosí, una mano pequeña, armada con un limpiador y una botella con agua jabonosa, se mueve con rapidez por el cristal de un auto detenido en un semáforo. Son niños, de entre 10 y 15 años, cuyos ojos, más que cansancio, reflejan la inocencia que aún no ha perdido del todo. Esta escena, que se repite cada día en distintos puntos de la ciudad, es parte del paisaje urbano que pocos notan, pero que cuenta historias de lucha y supervivencia silenciosa.
En cada cruce vial, los niños limpiaparabrisas se abren paso entre el tráfico, para tratar de ganar unas monedas que, aunque pocas, pueden hacer la diferencia en sus hogares. Algunos de estos pequeños juegan entre sí cuando el semáforo se vuelve verde, expresan sonrisas que chocan con la dureza de la realidad. Otros, con miradas más serias, se limitan a trabajar sin pausa, como si supieran que su infancia se desvanece entre autos y motores rugientes.
Las manos que deberían sostener cuadernos y lápices, se ven forzadas a empuñar trapos y botellas. Entre ellos, hay risas ocasionales, bromas compartidas y destellos de alegría momentánea, pero el trasfondo es amargo. Algunos conductores los miran con simpatía, otros con indiferencia o molestia, pero todos forman parte del escenario en el que estos pequeños trabajan día a día.
En un México que sigue luchando por cerrar las brechas sociales, estos niños son un recordatorio constante de las deudas pendientes, de las promesas incumplidas y del esfuerzo que aún queda por hacer para asegurarles una infancia libre de preocupaciones tan adultas.
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