El ate tiene sus raíces en la península ibérica, donde se conocía como dulce de membrillo. Se sabe que el árbol de membrillo es originario de Asia y fue introducido en España por los árabes, quienes lo utilizaban tanto como alimento como medicina. Durante la época colonial, este dulce se convirtió en un alimento ideal para las largas travesías marítimas, gracias a su consistencia compacta y su capacidad de conservación de hasta dos años.
La receta del ate que conocemos hoy en día se desarrolló en México durante el Virreinato, especialmente en el estado de Michoacán. Las monjas dominicas, que llegaron a esta región en 1595, fueron fundamentales en la creación de este dulce, adaptando las recetas españolas a los ingredientes locales. Originalmente, el nombre del dulce variaba según la fruta utilizada, como «manzanate» o «guayabate».
La preparación del ate es sencilla: se mezcla pulpa de fruta con la misma cantidad de azúcar y se cocina hasta obtener una pasta espesa. Este dulce se puede hacer con una variedad de frutas, incluyendo guayaba, tejocote, camote y dátil, dependiendo de la región. En Michoacán, el ate tiene una denominación de origen reconocida, conocido como «ate de Morelia», que protege su calidad y método de producción.
El ate se presenta en diferentes colores, como café claro, oscuro, verde y rojo, y se vende tanto en mercados locales como en supermercados. Es común disfrutarlo como postre, acompañado de rebanadas de queso fresco o manchego, y se utiliza en diversas preparaciones, como las Roscas de Reyes y pasteles.
En 2014, el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (IMPI) certificó el «ate de Morelia» como una marca colectiva, garantizando su autenticidad y calidad. Además, otros estados como Guanajuato y Oaxaca también producen ate, aunque con variaciones en su nombre y preparación.
El ate no solo es un símbolo de la tradición dulce de México, sino que también refleja la rica historia de intercambio cultural que ha dado forma a la gastronomía del país.
